¿Debe un ateo preocuparse por Dios y la religión?
Al margen de la oportunidad de muchas de estas afirmaciones –todavía me estoy preguntando qué tendrá que ver el culo de la FIFA con las témporas de la iglesia católica- queremos entender que la formulación de la cuestión planteada por el comunicante sería esta: ¿Debe un ateo preocuparse por Dios y la religión?. Veamos.
En relación con esta cuestión Gustavo Bueno ha puesto el siguiente ejemplo: “Es evidente que un historiador de la música, aunque sea un ateo, tendrá que interesarse por Dios y por la religión, aunque no sea más que porque “Deus” es una palabra que aparece como soporte vocal de innumerables arias o coros de las misas católicas o luteranas y porque estas misas fueron originariamente compuestas para los servicios religiosos” [Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión. Pág. 13. Mondadori. 1988]. Pero es que, además, “El ateo o el impío puede ser aquel individuo que se interesa por Dios y la religión inducido por las manifestaciones de los que han tenido esa experiencia religiosa” [Pág. 18], o, inclusive “que el ateo adulto que se interesa por Dios o por la religión ha tenido que ser, en su infancia o en su adolescencia, un creyente, profundamente religioso, a quien una experiencia haya producido su evolución hacia el ateísmo y hacia la impiedad” [Pág. 19]. Encontramos pues diversas respuestas al tema en cuestión. El ejemplo del historiador de la música acaso sea demasiado específico pero si es cierto, como dice Bueno, que el historiador de la música debería interesarse por Dios y la religión aunque sea en lo que respecta a su propio campo de actuación, qué decir entonces de la amplitud del campo en el que opera cualquier persona humana en tanto se inserta en ese “todo complejo” a que se refería Tylor (“todo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres y cualesquiera otros hábitos o capacidades adquiridas por el hombre en cuanto miembro de la sociedad”). El interés aquí por Dios y la religión no tiene límite porque la referencia surge de manera constante.
Según esto, dice Bueno, “lejos de ser paradójico que un ateo se interese por la esencia de la religión, habrá que reconocer que sólo ese ateo podría interesarse propiamente por tal «esencia». Lo paradójico hubiese sido que el creyente en el Dios verdaderísimo se hubiese formulado tal pregunta” [El animal divino. Pentalfa. 1996]. Del mismo modo que, en el ámbito político, nadie se podría considerar republicano si no hubiera existido la monarquía, el ateísmo presupone el desarrollo de las religiones superiores “hasta un punto crítico tal –determinado por las contradicciones entre las mismas religiones terciarias (judíos contra musulmanes, musulmanes contra judíos y cristianos, cristianos romanos y cristianos anglicanos entre sí)– que pueda comenzar su neutralización mutua, el deísmo o el ateísmo, pero acompañado, a la vez, del conocimiento o saber relativo al alcance históricamente «trascendental» de la religión (no ya sólo para la política o para la economía, sino también para «el hombre» en general)” [id.]
Llegados a este punto, sabemos desde dónde hablamos nosotros, desde los presupuestos del materialismo filosófico de Gustavo Bueno –desde el “ateísmo”, si nuestro comunicante lo prefiere-, pero no sabemos desde qué presupuestos dice él lo que dice. Nos toca ahora descubrirlo.
Afirmamos que nuestro comunicante, JP, habla desde el agnosticismo. Esto es, desde un “ateísmo vergonzante”, que diría Engels. Es sabido que una vez considerados todos los argumentos, el agnóstico -que realmente es un escéptico sobre todo aquello que tenga que ver con las religiones-, no afirma ni niega, simplemente suspende el juicio. En palabras de Bueno: “el agnóstico será quien ha perdido interés por determinarse, quien declara no creer necesario resolver su indeterminación a fin de poder vivir dignamente como ciudadano, por cuanto supone que las diferentes opciones ante las cuales se abstiene, carecen de interés para la vida privada y sobre todo pública”.
No de otro modo deberíamos interpretar expresiones como las empleadas por JP en el sentido de que “el Papa no va a cambiar la política económica de la Unión Europea”; o, por ir más allá del atlántico: “el Papa no va a cambiar de opinión [sic] a Bush en su política exterior”. Como si el hecho de que Benedicto XVI asumiera estas competencias económicas y políticas cambiara en algo la naturaleza de su “mandato divino”. En definitiva, nos gustaría conocer alguna teoría que refutara lo dicho hasta aquí sin tener que recurrir para ello a Rappel, el zodíaco, la FIFA, la NBA, Bush o el Rey de España como un “todo revuelto”, no vaya a suceder que, como en otras ocasiones, se halle más sucia la escoba que la basura que quita.