Pavores ecológicos (continuación del debate iniciado en La Tierra herida)
Vaya por delante que a quien esto escribe no le gustan ni el fango ni el lodazal. Quien esto escribe procura tener limpia su casa y su entorno y, para ello, emplea productos no contaminantes y respetuosos con el “medio ambiente” (perdón por el pleonasmo porque, aunque algunos todavía no se hayan dado cuenta, el medio es el ambiente).
Hasta ahí bien. Todos huimos de la porquería. Mi discrepancia, en el fondo, es con aquellos que encuentran en la Ecología o en cualquier otro pretexto, incluso en la simple tranquilidad, ocasión para desplegar sus miedos. Lo que sigue a continuación es un intento de clasificación de las distintas posiciones que se han defendido en el blog a propósito de cuestiones tales como si “el Planeta se ha cansado de nosotros”, “el famoso calentamiento del planeta”, “el famoso enfriamiento del planeta”, “la capa de ozono”, etcétera. En definitiva se trataría de encontrar las razones que se esconden detrás de tales conclusiones a menudo catastróficas. Creo que solo se podría ensayar algo así analizando las opiniones vertidas en el blog mediante un criterio de clasificación de terrores o pavores ecológicos como el que nos ofrece el materialismo filosófico (Pavores ecológicos, Gustavo Bueno, Revista Ábaco, segunda época, nº 2. 1993). Por supuesto, mi intervención no pretende “dejar zanjado” el asunto; antes al contrario, supone un posicionamiento por mi parte ante lo que está por venir.
Para empezar, si tomamos a los materialistas del XIX, resultan curiosas las descripciones de Balfour o Spencer del fin del planeta Tierra (en fechas relativamente próximas) relacionadas con la muerte térmica…, no puede haber imagen más desoladora y pesimista.
Si, por el contrario, consideramos a Engels la Naturaleza aparecería como una sustancia eterna e inagotable que jamás puede perecer, a pesar de todas las injurias y torturas a que se la someta. Desde este punto de vista, la Naturaleza siempre estará recuperándose de cualquier tipo de agresión que podamos llevar a cabo los hombres, porque es infinita. Precisamente esta corriente de pensamiento fue la que impulsó un modelo de desarrollo –como el soviético, y otros- en donde, por supuesto, no se había creado todavía el concepto de “delito ecológico” ni siquiera para justificar la paralización de infraestructuras por el hallazgo de las heces de un supuesto lince...
Todos los miedos tienen un fundamento de verdad. Ahora bien, a mis contertulios les digo que nuestra obligación es dudar de las formas generales de miedo y subrayar la implicación de estos terrores con los contextos que los promueven. Así, en función de su estructura lógica, nos encontraríamos con distintos modelos de miedo ecológico: modelos míticos, en los que intervienen seres personales pero no humanos (p.ej. el Dios creador); modelos metafísicos, en los que operan fuerzas impersonales (en la cultura oriental el mito de los “sarpinis”: sucesión de fases ascendentes y fases descendentes que dan lugar a la lluvia corrosiva, la falta de oxígeno y la degradación absoluta para luego comenzar el ciclo); y modelos positivos.
En segundo lugar, en función de su radio de acción, tendríamos modelos a escala telúrica (incluyen a la Tierra, más la atmósfera, la estratosfera y la troposfera; esto es, un radio de 100 km., como mucho); y modelos cosmológicos (en donde ya no es la Tierra lo que se abarca en el radio sino que es la galaxia o el núcleo de galaxias. Hablaríamos de un radio de cientos de miles de kilómetros o incluso de años luz, pero también de hechos que sucederán dentro de miles de años y que nadie que viva en la actualidad tendrá la oportunidad de comprobar fehacientemente).
Un último criterio clasificador dependería de la relación de estos modelos respecto a los propios hombres. De este modo distinguiríamos entre modelos antrópicos (cuando hay intervención del hombre) y modelos no antrópicos. Por ejemplo, hablando de los agujeros de ozono, se podría decir que la evolución de la capa de ozono tendría que ver con los ciclos solares -en cuyo caso las catástrofes serían de índole natural-, o bien que las catástrofes son de índole antrópica -puesto que la destrucción de la capa de ozono sería provocada por los vuelos del Tupolev o del Concorde, en su día, o por el cloro de los sprays y neveras (tal como asegura Javier Couce)-. Surgiría así la tendencia de responsabilizar al hombre de la mayor parte de las catástrofes ecológicas y, por tanto, de clasificar a estas dentro de la categoría de las antrópicas.
Por otro lado, Javier, no estoy de acuerdo en considerar al “Hombre” como un virus para el planeta, ni siquiera como metáfora. La razón de esto es que no existe el hombre genérico: hombres son los del Hemisferio Norte y los del Hemisferio Sur, los blancos y los negros, los hindúes, los de una religión y los de otra, es decir, lo que llamamos “Hombre” está dividido necesariamente en razas, en grupos, en clases sociales. No queremos que las haya, pero es que las hay. Si llamamos “virus” al “Hombre” –en general- lo hacemos en detrimento de algún grupo, en este caso quizá el Tercer Mundo, porque, lo queramos o no, la única defensa de algunos grupos sociales es precisamente el incremento de la contaminación. Como Occidente ya ha contaminado todo lo que tenía que contaminar para alcanzar sus altas cotas de bienestar entonces creamos nuevas organizaciones internacionales y nuevos protocolos que hacen “ilegal” el desarrollo de la industria pesada en los países pobres. Si el hombre no hubiera contaminado lo que ha contaminado entonces no habría llegado a ser lo que hoy es. Capitalismo puro, es cierto, pero por razones más profundas que las que tú alegas en relación a la existencia de un mercado de derechos de contaminación. La creación de categorías ecologistas con el fin de apuntalar un “corpus” teórico que refrene las tendencias desarrollistas de algunos países da ciento y raya al entramado de un mercado de compra-venta de derechos de contaminación.
De la (breve) intervención de jarno retro me quedo con esto: “¿cuánto importante nos creemos para estar por encima de la historia del universo? ¿Sobre qué referencias analizamos para poder comparar, qué nos podría pasar?”. Brevemente diré que no estoy seguro de que se pueda hablar de una “historia del universo”, y también que me parece muy interesante su aportación al mencionar la importancia de las referencias que se tomen para opinar sobre hechos que, de suceder, lo harían en un lejano futuro. Considero que, en general, su posición responde a un modelo cosmológico-metafísico porque da a entender que la Naturaleza es eterna y que, vale, puede haber movimientos, perturbaciones, en la Tierra, pero que afortunadamente no afectan para nada a las estrellas (“la contaminación puede ser grave para nuestra civilización, pero qué coño somos nosotros?”).
Por una vez, y sin que sirva de precedente en el blog, coincido plenamente con los comentarios de Julio Paredes. Ha comparado los pavores ecológicos de que hace gala Javier Couce con el gran interés que despierta la ciencia ficción entre el público en general. Hecho este incuestionable. Considero que es normal tener miedo ante los modelos telúricos (terremotos, huracanes, tsunamis) pero la cuestión que habría que debatir es por qué nos afectan los modelos cosmológicos -con radios de acción de millones de años luz o cuyos efectos los sufriríamos en todo caso dentro de tres mil o cuatro mil años-,) si no los vamos a ver de ninguna manera... ¿alguien sabe cómo serán las cosas en el año 4500?.
Quizá la explicación sea la necesidad de reflexionar sobre nuestras propias representaciones ideológicas y ver que, realmente, estamos a la intemperie. Estamos en una situación parecida a la de las bandas primitivas: la banda de 60 hombres y de 20 km de radio, que no conocían nada más y no podían conocerlo. Nosotros, en lugar de 60 somos 6000 millones y en lugar de 20 km nuestro radio se ha ampliado hasta los 20.000 millones de años luz, gracias a los nuevos artefactos ópticos. A pesar de estos adelantos técnicos parece que nos manejamos con los mismos rigores conceptuales que antaño.
Para terminar –y dar continuidad al debate- transcribo un texto de Lactancio, del siglo III, en el que describe el fin del mundo. Este texto, extraído de la obra Instituciones divinas, podría ser suscrito por el propio Javier Couce, dentro del modelo cosmológico-mítico en que se mueve: “el Sol oscurecerá para siempre, de forma que no habrá diferencia entre el día y la noche, la Luna ya no se pondrá durante tres horas, sino que, manchada constantemente en sangre, hará recorridos extraños para que el hombre no pueda conocer ni el curso de las estrellas ni el significado de los tiempos. Vendrá, en efecto, el Verano en Invierno, el Invierno en Verano. Entonces, los años se acortarán, los meses serán más breves y los días más cortos, y las estrellas caerán en gran abundamiento, de forma que el cielo quedará totalmente ciego al no haber en él ninguna luz”.
Hasta ahí bien. Todos huimos de la porquería. Mi discrepancia, en el fondo, es con aquellos que encuentran en la Ecología o en cualquier otro pretexto, incluso en la simple tranquilidad, ocasión para desplegar sus miedos. Lo que sigue a continuación es un intento de clasificación de las distintas posiciones que se han defendido en el blog a propósito de cuestiones tales como si “el Planeta se ha cansado de nosotros”, “el famoso calentamiento del planeta”, “el famoso enfriamiento del planeta”, “la capa de ozono”, etcétera. En definitiva se trataría de encontrar las razones que se esconden detrás de tales conclusiones a menudo catastróficas. Creo que solo se podría ensayar algo así analizando las opiniones vertidas en el blog mediante un criterio de clasificación de terrores o pavores ecológicos como el que nos ofrece el materialismo filosófico (Pavores ecológicos, Gustavo Bueno, Revista Ábaco, segunda época, nº 2. 1993). Por supuesto, mi intervención no pretende “dejar zanjado” el asunto; antes al contrario, supone un posicionamiento por mi parte ante lo que está por venir.
Para empezar, si tomamos a los materialistas del XIX, resultan curiosas las descripciones de Balfour o Spencer del fin del planeta Tierra (en fechas relativamente próximas) relacionadas con la muerte térmica…, no puede haber imagen más desoladora y pesimista.
Si, por el contrario, consideramos a Engels la Naturaleza aparecería como una sustancia eterna e inagotable que jamás puede perecer, a pesar de todas las injurias y torturas a que se la someta. Desde este punto de vista, la Naturaleza siempre estará recuperándose de cualquier tipo de agresión que podamos llevar a cabo los hombres, porque es infinita. Precisamente esta corriente de pensamiento fue la que impulsó un modelo de desarrollo –como el soviético, y otros- en donde, por supuesto, no se había creado todavía el concepto de “delito ecológico” ni siquiera para justificar la paralización de infraestructuras por el hallazgo de las heces de un supuesto lince...
Todos los miedos tienen un fundamento de verdad. Ahora bien, a mis contertulios les digo que nuestra obligación es dudar de las formas generales de miedo y subrayar la implicación de estos terrores con los contextos que los promueven. Así, en función de su estructura lógica, nos encontraríamos con distintos modelos de miedo ecológico: modelos míticos, en los que intervienen seres personales pero no humanos (p.ej. el Dios creador); modelos metafísicos, en los que operan fuerzas impersonales (en la cultura oriental el mito de los “sarpinis”: sucesión de fases ascendentes y fases descendentes que dan lugar a la lluvia corrosiva, la falta de oxígeno y la degradación absoluta para luego comenzar el ciclo); y modelos positivos.
En segundo lugar, en función de su radio de acción, tendríamos modelos a escala telúrica (incluyen a la Tierra, más la atmósfera, la estratosfera y la troposfera; esto es, un radio de 100 km., como mucho); y modelos cosmológicos (en donde ya no es la Tierra lo que se abarca en el radio sino que es la galaxia o el núcleo de galaxias. Hablaríamos de un radio de cientos de miles de kilómetros o incluso de años luz, pero también de hechos que sucederán dentro de miles de años y que nadie que viva en la actualidad tendrá la oportunidad de comprobar fehacientemente).
Un último criterio clasificador dependería de la relación de estos modelos respecto a los propios hombres. De este modo distinguiríamos entre modelos antrópicos (cuando hay intervención del hombre) y modelos no antrópicos. Por ejemplo, hablando de los agujeros de ozono, se podría decir que la evolución de la capa de ozono tendría que ver con los ciclos solares -en cuyo caso las catástrofes serían de índole natural-, o bien que las catástrofes son de índole antrópica -puesto que la destrucción de la capa de ozono sería provocada por los vuelos del Tupolev o del Concorde, en su día, o por el cloro de los sprays y neveras (tal como asegura Javier Couce)-. Surgiría así la tendencia de responsabilizar al hombre de la mayor parte de las catástrofes ecológicas y, por tanto, de clasificar a estas dentro de la categoría de las antrópicas.
Por otro lado, Javier, no estoy de acuerdo en considerar al “Hombre” como un virus para el planeta, ni siquiera como metáfora. La razón de esto es que no existe el hombre genérico: hombres son los del Hemisferio Norte y los del Hemisferio Sur, los blancos y los negros, los hindúes, los de una religión y los de otra, es decir, lo que llamamos “Hombre” está dividido necesariamente en razas, en grupos, en clases sociales. No queremos que las haya, pero es que las hay. Si llamamos “virus” al “Hombre” –en general- lo hacemos en detrimento de algún grupo, en este caso quizá el Tercer Mundo, porque, lo queramos o no, la única defensa de algunos grupos sociales es precisamente el incremento de la contaminación. Como Occidente ya ha contaminado todo lo que tenía que contaminar para alcanzar sus altas cotas de bienestar entonces creamos nuevas organizaciones internacionales y nuevos protocolos que hacen “ilegal” el desarrollo de la industria pesada en los países pobres. Si el hombre no hubiera contaminado lo que ha contaminado entonces no habría llegado a ser lo que hoy es. Capitalismo puro, es cierto, pero por razones más profundas que las que tú alegas en relación a la existencia de un mercado de derechos de contaminación. La creación de categorías ecologistas con el fin de apuntalar un “corpus” teórico que refrene las tendencias desarrollistas de algunos países da ciento y raya al entramado de un mercado de compra-venta de derechos de contaminación.
De la (breve) intervención de jarno retro me quedo con esto: “¿cuánto importante nos creemos para estar por encima de la historia del universo? ¿Sobre qué referencias analizamos para poder comparar, qué nos podría pasar?”. Brevemente diré que no estoy seguro de que se pueda hablar de una “historia del universo”, y también que me parece muy interesante su aportación al mencionar la importancia de las referencias que se tomen para opinar sobre hechos que, de suceder, lo harían en un lejano futuro. Considero que, en general, su posición responde a un modelo cosmológico-metafísico porque da a entender que la Naturaleza es eterna y que, vale, puede haber movimientos, perturbaciones, en la Tierra, pero que afortunadamente no afectan para nada a las estrellas (“la contaminación puede ser grave para nuestra civilización, pero qué coño somos nosotros?”).
Por una vez, y sin que sirva de precedente en el blog, coincido plenamente con los comentarios de Julio Paredes. Ha comparado los pavores ecológicos de que hace gala Javier Couce con el gran interés que despierta la ciencia ficción entre el público en general. Hecho este incuestionable. Considero que es normal tener miedo ante los modelos telúricos (terremotos, huracanes, tsunamis) pero la cuestión que habría que debatir es por qué nos afectan los modelos cosmológicos -con radios de acción de millones de años luz o cuyos efectos los sufriríamos en todo caso dentro de tres mil o cuatro mil años-,) si no los vamos a ver de ninguna manera... ¿alguien sabe cómo serán las cosas en el año 4500?.
Quizá la explicación sea la necesidad de reflexionar sobre nuestras propias representaciones ideológicas y ver que, realmente, estamos a la intemperie. Estamos en una situación parecida a la de las bandas primitivas: la banda de 60 hombres y de 20 km de radio, que no conocían nada más y no podían conocerlo. Nosotros, en lugar de 60 somos 6000 millones y en lugar de 20 km nuestro radio se ha ampliado hasta los 20.000 millones de años luz, gracias a los nuevos artefactos ópticos. A pesar de estos adelantos técnicos parece que nos manejamos con los mismos rigores conceptuales que antaño.
Para terminar –y dar continuidad al debate- transcribo un texto de Lactancio, del siglo III, en el que describe el fin del mundo. Este texto, extraído de la obra Instituciones divinas, podría ser suscrito por el propio Javier Couce, dentro del modelo cosmológico-mítico en que se mueve: “el Sol oscurecerá para siempre, de forma que no habrá diferencia entre el día y la noche, la Luna ya no se pondrá durante tres horas, sino que, manchada constantemente en sangre, hará recorridos extraños para que el hombre no pueda conocer ni el curso de las estrellas ni el significado de los tiempos. Vendrá, en efecto, el Verano en Invierno, el Invierno en Verano. Entonces, los años se acortarán, los meses serán más breves y los días más cortos, y las estrellas caerán en gran abundamiento, de forma que el cielo quedará totalmente ciego al no haber en él ninguna luz”.